sábado, 29 de septiembre de 2012

12 de octubre. Día de Laura


El llanto de la vida.


Corría el verano de 1995, Ángeles todas las mañanas, siguiendo con su espartana preparación al parto, en la pequeña piscina  comunitaria de la Calle Olmo, todos los días se nadaba no  menos de 45 minutos. Había que estar en forma para cuando llegase el gran día, y sobre todo, había que  dejarle más fácil el camino hacia  los mortales a ese “nasciturus” que todavía tenía  por delante 3 meses de patadas y de movimientos.

Ser Padres, Guía del niño, y otras publicaciones de futuros papás, era todo lo que había leído en los  trayectos  diarios del Cercanías, que desde las Rozas y hasta Nuevos Ministerios, le transportaba desde nuestra casa a su puesto de trabajo.

Para ella, durante el embarazo, solo existió la medicina psicológica y natural, pues la de los  compuestos químicos, por prescripción de las publicaciones estaba prohibido tomarla. Recuerdo, y que me corrijan las mamás sino es así, que los mayores problemas de salud que ella tuvo  durante la gestación, fueron los ocasionados por alimentación, pues según iban pasando los días y la tripa iba creciendo, los problemas  estomacales se iban  acentuando, de tal manera,  que muchas veces,  cualquier alimento que tomaba, aunque este fuese la dieta más blanda del mundo,  le producía el temido  “ardor”, y para colmo, el famoso Almax-- ese que  todos tenemos  en casa para apagar esos calores que nos suben desde el “duodeno” y nos llegan hasta los ojos-- estaba contraindicado en embarazadas. Así que aquellas noches de tortura estomacal, el único remedio era la cabeza y el sueño, una pensando en positivo, y el otro como terapia del olvido, pues el agotamiento del día a día  y del doble  esfuerzo, la dejaba tan rendida que cuando  se acostaba lo único que pensaba era en dormir y descansar.

Así que pasó el verano, y llegó  el otoño, y la piscina dejó paso a largas caminatas de fin de semana, había que moverse, ya que esa era la mejor manera de recibir el día del nacimiento del bebé.

Y este, aunque eterno para nosotros llegó, y llegó un bonito día de otoño, y llegó como casi siempre  suele  llegar, es decir,  avisando y de madrugada, y con nuestro pequeño equipaje, a las 6 de la mañana de un día 12 de octubre, enfilamos carretera de A Coruña, hasta la Clínica Santa Elena, si, porque era allí, donde “nuestro” ginecólogo traía al  mundo a los niños, ya que la consulta la tenía en la calle  Príncipe de Vergara.

A las siete de la mañana ya estábamos instalados en la habitación, y allí, los dos, ella sufriendo los dolores físicos de las contracciones de la dilatación, y yo, con los psíquicos de no poder hacer nada para calmarlos,  soplábamos y soplábamos,  siguiendo las instrucciones de las clases de preparación al parto que un mes antes habíamos realizado en el centro de salud de las Rozas.

Las siguientes 3 horas, fueron de continuos sobresaltos y dolores para la futura mamá, pues  Ángeles había decidido que nada de epidural, que podía restar fuerzas y sensibilidad en el momento de empujar, así que había que aguantar el  dolor como se pudiese. La matrona entró no  menos de 10 veces, y en todas ellas, la respuesta a ninguna pregunta por nuestra parte era siempre la misma:"va bien  la cosa, ya van………centímetros, cuando dilates un poco más te subimos". Pues  nada, a seguir
 a seguir soplando para ahuyentar el dolor, pues es  lo único que nos  quedaba. Por fin, y no sé si fue a la 11, 12 ó 14, la matrona dio el visto bueno a lo dilatado, y para el quirófano que nos fuimos.

 “Papa, usted de momento se queda fuera, que ya le avisaremos”. Joder, me dije: Si habíamos  quedado en que yo iba también  a ser actor protagonista, aunque fuese de reparto, pero protagonista. Por mi cabeza empezaron a pasar los “miedos” a perderme el parto, a que algo se estaba complicando y que entonces no me dejarían entrar—esa fue la única premisa que me puso el doctor para perderme el parto, que la niña viniese  con el cordón enrollado--, pero aquellos 3 minutos eternos de espera pasaron, y una enfermera con bata verde y bozal del mismo color, salió del quirófano, y me extendió a mí otra bata y bozal, me los puse, y para adentro que fui. Me sitúe frente al doctor,  y agarrando con todas mis fuerzas la mano de Ángeles, intenté empujar yo también, sabía que físicamente no podía hacer nada, pero sicológicamente podía hacer mucho más de lo que me imaginaba. Pasaron 2 minutos o quizá menos hasta que la niña estaba totalmente  fuera, pero la eternidad volvió a ser parte de mi cabeza. Ahora tocaba escuchar el primer gemido del bebé, y aunque fueron segundos o quizá décimas de segundo, otra vez el tiempo transcurrió a cámara lenta. Ese primer llanto de Laura, abrió su vida  entre los terrenales y  la veda de la emoción en sus padres.

El  camino del quirófano a la habitación no fue largo, pero fue de  lo más mercantil, ya que antes de tomar posesión de 321, tuve que ir firmando toda clase de volantes, y es que la matrona por un lado, el pediatra por otro, e incluso el médico, me hicieron firmar el volante que les aseguraba el” pecunio” de haber  trabajado aquel día festivo.










Creo que merecía la pena recordar aquel momento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario