Corría el verano de 1995, Ángeles todas las mañanas, siguiendo con su
espartana preparación al parto, en la pequeña piscina comunitaria de la Calle Olmo, todos los días
se nadaba no menos de 45 minutos. Había
que estar en forma para cuando llegase el gran día, y sobre todo, había
que dejarle más fácil el camino
hacia los mortales a ese “nasciturus”
que todavía tenía por delante 3 meses de
patadas y de movimientos.
Ser Padres, Guía del niño, y otras publicaciones de futuros papás, era
todo lo que había leído en los
trayectos diarios del Cercanías,
que desde las Rozas y hasta Nuevos Ministerios, le transportaba desde nuestra
casa a su puesto de trabajo.
Para ella, durante el embarazo, solo existió la medicina psicológica y
natural, pues la de los compuestos
químicos, por prescripción de las publicaciones estaba prohibido tomarla.
Recuerdo, y que me corrijan las mamás sino es así, que los mayores problemas de
salud que ella tuvo durante la
gestación, fueron los ocasionados por alimentación, pues según iban pasando los
días y la tripa iba creciendo, los problemas
estomacales se iban acentuando,
de tal manera, que muchas veces, cualquier alimento que tomaba, aunque este
fuese la dieta más blanda del mundo, le
producía el temido “ardor”, y para
colmo, el famoso Almax-- ese que todos
tenemos en casa para apagar esos calores
que nos suben desde el “duodeno” y nos llegan hasta los ojos-- estaba
contraindicado en embarazadas. Así que aquellas noches de tortura estomacal, el
único remedio era la cabeza y el sueño, una pensando en positivo, y el otro
como terapia del olvido, pues el agotamiento del día a día y del doble
esfuerzo, la dejaba tan rendida que cuando se acostaba lo único que pensaba era en
dormir y descansar.
Así que pasó el verano, y llegó
el otoño, y la piscina dejó paso a largas caminatas de fin de semana,
había que moverse, ya que esa era la mejor manera de recibir el día del
nacimiento del bebé.
Y este, aunque eterno para nosotros llegó, y llegó un bonito día de
otoño, y llegó como casi siempre
suele llegar, es decir, avisando y de madrugada, y con nuestro
pequeño equipaje, a las 6 de la mañana de un día 12 de octubre, enfilamos
carretera de A Coruña, hasta la Clínica Santa Elena, si, porque era allí, donde
“nuestro” ginecólogo traía al mundo a
los niños, ya que la consulta la tenía en la calle Príncipe de Vergara.
A las siete de la mañana ya estábamos instalados en la habitación, y
allí, los dos, ella sufriendo los dolores físicos de las contracciones de la
dilatación, y yo, con los psíquicos de no poder hacer nada para calmarlos, soplábamos y soplábamos, siguiendo las instrucciones de las clases de
preparación al parto que un mes antes habíamos realizado en el centro de salud
de las Rozas.
Las siguientes 3 horas, fueron de continuos sobresaltos y dolores para
la futura mamá, pues Ángeles había
decidido que nada de epidural, que podía restar fuerzas y sensibilidad en el
momento de empujar, así que había que aguantar el dolor como se pudiese. La matrona entró
no menos de 10 veces, y en todas ellas,
la respuesta a ninguna pregunta por nuestra parte era siempre la misma:"va bien la cosa, ya
van………centímetros, cuando dilates un poco más te subimos". Pues nada, a seguir
a seguir soplando para ahuyentar el
dolor, pues es lo único que nos quedaba. Por fin, y no sé si fue a la 11, 12
ó 14, la matrona dio el visto bueno a lo dilatado, y para el quirófano que nos
fuimos.
“Papa, usted de momento se queda
fuera, que ya le avisaremos”. Joder, me dije: Si habíamos quedado en que yo iba también a ser actor protagonista, aunque fuese de
reparto, pero protagonista. Por mi cabeza empezaron a pasar los “miedos” a
perderme el parto, a que algo se estaba complicando y que entonces no me
dejarían entrar—esa fue la única premisa que me puso el doctor para perderme el
parto, que la niña viniese con el cordón
enrollado--, pero aquellos 3 minutos eternos de espera pasaron, y una enfermera
con bata verde y bozal del mismo color, salió del quirófano, y me extendió a mí
otra bata y bozal, me los puse, y para adentro que fui. Me sitúe frente al
doctor, y agarrando con todas mis
fuerzas la mano de Ángeles, intenté empujar yo también, sabía que físicamente
no podía hacer nada, pero sicológicamente podía hacer mucho más de lo que me imaginaba.
Pasaron 2 minutos o quizá menos hasta que la niña estaba totalmente fuera, pero la eternidad volvió a ser parte
de mi cabeza. Ahora tocaba escuchar el primer gemido del bebé, y aunque fueron
segundos o quizá décimas de segundo, otra vez el tiempo transcurrió a cámara
lenta. Ese primer llanto de Laura, abrió su vida entre los terrenales y la veda de la emoción en sus padres.
El camino del quirófano a la
habitación no fue largo, pero fue de lo
más mercantil, ya que antes de tomar posesión de 321, tuve que ir firmando toda
clase de volantes, y es que la matrona por un lado, el pediatra por otro, e
incluso el médico, me hicieron firmar el volante que les aseguraba el” pecunio”
de haber trabajado aquel día festivo.
Creo que merecía la pena recordar aquel momento.
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