Vamos
a la playa (Recuerdos en Blanco y Negro)
Ese verano, al igual que pasó con el anterior, fue denominado el más
caluroso del siglo. Yo no se si era el más caluroso del siglo, lo único que
recuerdo es que estaba deseoso que llegase la fecha del inicio de aquel viaje,
pues adiós gracias, ese año, además de salir, lo hacía a lo grande, ya que
por fin iba a conocer la playa.
Creo que eran mis segundas vacaciones, pues recuerdo que todos los
veranos, era yo el que despedía a mis amigos, y también era el que les recibía,
pues siempre que se iba alguno, ya había otro de vacaciones, y siempre que
volvía uno de ellos, todavía quedaba alguno sin regresar, y por eso, y porque
casi nunca salía, allí estaba siempre Luisito para despedir primero y para recibir
después.
Pero ese año papá, saltándose a la torera todas las normas de control de
gasto, pues el ahorro con 11 almas que alimentar, era algo extraño, se armó de
valor, y cogió unas vacaciones a través del banco en el que trabajaba, en el
que durante 15 días, todos o casi todos, íbamos a estar en una pensión, donde
además de dormir, nos iban a dar de
desayunar, comer y cenar.
Y es que además del dineral que
eso suponía, había que mover a 7 hijos de un tirón, y luego allí, esperar a los
2 restantes. Las edades oscilaban entre los 5 años de Cati, y los 19 de María
Jesús, así que la juerga y el
ruido, estaba asegurado, pues dinero no
tendríamos, pero marcha toda la del mundo. Papá nunca tuvo coche, pues además de no
gustarle conducir, tampoco había pecunio suficiente para tanto lujo en una casa
donde además de los 11 directos, teníamos a la tía del pueblo que había venido
a vivir y al superperro Sultán. Así
que sin coche, o mejor dicho sin
“fregoneta” para tanta gente, había que recurrir al transporte público, y que
mejor que coger el Expreso, pues además de seguro, era mucho más entretenido y
más divertido que los coches de línea.
Recuerdo aquella mañana como si fuese hoy, mamá llegó a la habitación, y
antes de que dijese Luisito levántate, yo le pregunté-- ¿Mamá ya es la hora?, y
ella me contestó-- de levantarse si, de irnos no, pues el tren sale por la
noche.
Ese día no salí, pues el miedo a no llegar a
casa a tiempo y perderme las vacaciones, me quitó las ganas de salir. Fue el
día anterior, cuando el protocolo de despedida con Zuqui, Vicente, José Luis y
Nano, se hizo, pues ellos se iban casi todos
en agosto, y todavía nos encontrábamos a mediados de julio.
Así que lentamente, y mirando toda el día las
agujas del reloj de cocina, se fue pasando el tiempo, hasta que llegaron las 7
de la tarde, hora que papá y mamá habían
convenido para salir rumbo a la estación de Atocha. En el portal, y con esa
mirada guiñada, Manolo el portero de la finca, que sabía de la efeméride del
viaje, salió a la esquina de Doctor Esquerdo
a toda prisa para llamar a los
taxis, en este caso 2, necesarios para transportar a semejante prole.
Una vez en la estación, y como todavía quedaba
tiempo, pues nos sentamos en aquellos
bancos de madera, y a jugar, yo corría de un lado a otro, mi hermana Cati, la
pequeña, se pellizcaba el cuello pues quería
dormirse. Miguel y Javier jugaban a las adivinanzas, y Macu y Nati miraban a María Jesús, y la intentaban
imitar, pues ella, era el espejo donde ellas se querían mirar algún día. Si
Mari se cruzaba las piernas, ellas las dos, se miraban y hacían lo mismo. Si
Mari se atusaba el pelo, ellas con más o menos pelo, también repetían el movimiento. Así fue pasando el tiempo,
hasta que una voz con sonido de lata anunció la vía y salida de nuestro tren.
Como un resorte, papá que no llegaba tarde a ningún sitio, se levantó y
nos inquirió al resto para que hiciésemos lo mismo, y todos, con cara de
felicidad y una sonrisa de oreja a oreja, nos levantamos y detrás de papá
fuimos en busca de ese maravilloso tren que nos iba a transportar al edén. Una
vez en el anden, el señor del gorro y el trapo rojo, nos pidió el billete, y
nos señaló el vagón donde debíamos acomodarnos, que justo estaba al final del
andén. Hasta allí llegamos todos detrás de papá, y él, quedándose abajo, empezó
a empujarnos uno a uno, una vez visto que a su alrededor no quedaba nadie, y
que le cuadraba la cifra contada con las personas que íbamos, se subió, y allí,
en ese vagón de segunda, con los asientos azules, nos fue acomodando y fue
colocando el equipaje. El compartimento era para 12 personas, y nosotros éramos
9, por lo que pobrecitos y que noche
pasarían los 3 extraños.
Una vez acomodados, tocaba la cena, y nada, a
por los bocatas de tortilla de patata que mamá había preparado durante todo el
día, y a beber la Casera de limón y de cola, que mamá nos había comprado para el viaje.
Luego había que dormir, el que pudiese,
ya que al día siguiente deberíamos estar frescos para disfrutar de un día de
playa. Del trayecto en este tren expreso, siempre recordaré la parada de
Alcázar de San Juan, pues en ella, me desperté, cuando papá desde la ventana
del tren, se hallaba negociando el precio de una fabulosa navaja albaceteña,
que se compró, y que luego fue su compañera en múltiples viajes.
Así que una vez superados los tres minutos de insomnio, me
quedé otra vez profundamente dormido, sueño que fue interrumpido por papá
cuando quedaba escasa media hora para llegar a Alicante. Allí deberíamos de coger otro tren con destino a
Guardamar del Segura.
Y
por fin llegamos, y con el papel en la mano, y la prole detrás, papá empezó a
preguntar a los lugareños—por favor ¿la pensión Valentín?—sigan ustedes la
calle, y al doblar la esquina, verán un edificio blanco con unas letras rojas,
esa es la pensión que buscan—papá le dio las gracias, y hacia allí que nos
dirigimos, Miguel y Javier, por ser los mayores de los varones, fueron los que
junto a papá se encargaron de transportar las maletas.
Llegados y acomodados en las
habitaciones, cambio rápido de ropa de calle por ropa de baño, y a la playa que
nos fuimos. –Papá ¿dónde está la playa? le decíamos todos—y él nos respondía—allí, detrás de ese
pinar. Así fue, la playa estaba detrás de aquel pinar, y la caminata, agradable
por la mañana, se convertía en un martirio cuando volvíamos al mediodía para
comer en la pensión.
Una vez en la playa, la sombrilla, las
toallas, las pelotas de nivea, y al agua.-- Mamá dame crema que me estoy
poniendo rojo—y mamá, sacaba el bote de
nivea sin protección alguna, nos dejaba como el pescado rebozado, y a seguir
jugando.
La primera noche, la segunda y creo que
la tercera, tuve que aprender a dormir boca abajo, pues las quemaduras eran de
tal grado y tamaño, que no podía ni ponerme la ropa. Luego empecé a mudar la
piel como las serpientes, y al cuarto día, con piel nueva, ya pude hacer la
vida normal. Al igual que un servidor, los restantes miembros de la familia,
sufrieron las mismas consecuencias, y todos, aprendimos a pelarnos unos a
otros. Recuerdo que hacíamos apuestas por ver quién sacaba la piel más grande
de la espalda del hermano.
Por las tardes, teníamos un punto de
reunión en mi habitación, pues desde ella, se podía ver y escuchar
perfectamente las películas del cine de verano. Yo no recuerdo que me gustasen
o las entendiese, pero mis hermanos que eran mayores, allí estaban toda la
tarde tragándose la película de turno.
De la”fabulosa” comida de la pensión,
recuerdo los macarrones con tomate, y no
porque estuviesen exquisitos, sino porque era el plato recurrente casi todas
las noches. También recuerdo por la novedad que fueron para todos, las
magdalenas Ortiz, ya que nunca hasta aquellas vacaciones había visto unas
magdalenas con esa forma.
Y así pasaron aquellos maravillosos 15 días,
donde además de conocer la playa, conocimos a un Matrimonio que vivía en la
Calle Jorge Juan, que tenían un Gordini, y que tenían 2 hijos. Ellos los padres
se llamaban Fernando y Gloria, y ellos los hijos, para no ser menos, también se
llamaban Fernando y Gloria.